Cada vez que me
acuerdo del ciclón
se me enferma el
corazón. Trío Matamoros.
“Era un murmullo coral lejano, lleno de estridencias apagadas y de clamores mudos, como si desde la grisácea bóveda celeste cayeran, con desgarrados alaridos, los ángeles condenados. O aún más cerca: como si mataran niños debajo de una ceiba”. Cocuyo, Severo Sarduy.
"Pero lo que más me interesa es el parte meteorológico. Oh, sí. No me pierdo ni uno. Como Penélope a su Odiseo, yo espero un huracán". "Huracán", Ena Lucía Portela
Reportaje sobre el Huracán Flora en Bohemia, 1963. "Fidel en primera línea".
I
En uno de los capítulos memorables de Cocuyo, de Severo Sarduy, el niño se queda petrificado ante la imagen de una plancha de zinc cercenándole el cuello a un transeúnte (un negro que corría con un baúl en la mano), mientras las ráfagas de viento anunciaban el paso de un huracán y obligaban a refugiarse en las casas y a rezar para que regresara la calma con un saldo de ventanas rotas y nervios desquiciados. Tras la desmesura de la imagen, el niño reparte tazas de tilo con matarratas a la familia, para que nadie sepa que tengo miedo.
Durante los ciclones
yo tenía miedo. Un miedo a que se abriera una ventana y se colara el torbellino dentro de la casa. Un miedo literario, cinematográfico, quizás. Cuando ya habíamos cumplido todas las previsiones, nos sentábamos en los sillones de madera de la sala con las velas encendidas, a desear que la ciudad permaneciera en su sitio al otro día.
Con la adolescencia
descubrí otras formas de desafiar los ciclones. Nada más aterrador
y a la vez más seductor que caminar contra el viento, que sospechar
que las alambradas se vendrían abajo, los gajos, los frutos de los
árboles, el tendido eléctrico. Nada más perverso, desde luego, que
saberse con vida entre tanta amenaza. En una esquina, varios hombres
jugaban dominó y bebían cerveza, mientras escuchaban a cada hora el
parte de la radio. Las horas previas a un ciclón eran las últimas
horas de confianza. Después, todo podía suceder a pesar de
precauciones y predicciones.
II
El ritmo de los
movimientos cambiaba a medida que el viento se hacía más fuerte.
Había que correr a la tienda más cercana en busca de pan y velas; había
que sellar las ventanas con tablones o precintas de papel colocadas
en forma de cruz y que nadie se
molestaría después en quitar;
apuntalar los techos, asegurar las tapas de los tanques que volarían
como hojas secas y degollarían como afilados cuchillos; las tejas
sueltas, las sillas del patio... Había que tapar con
bolsas plásticas todo lo que se atesoraba: el ventilador del 50, la
lavadora rusa, el televisor recién ganado en el trabajo.
Había que, incluso, construir muros improvisados en las entradas de
las casas -el vecino robaba ladrillos y argamasa de una
obra cercana- para detener el torrente de agua que las alcantarillas,
ahogadas y obsoletas, no podían asimilar. En mitad del diluvio, los
muros se venían abajo, o debían romperse desesperadamente para
sacar el agua que había entrado por cuanta rendija hallaba a su paso
y que ahora no tenía por donde salir.
Había que reunir
agua potable: botes, botellas, cubos, vasos, la bañera, la
lavadora... todo se llenaba de agua como si en pocas horas el sentido
de la vida no fuese, justamente, escapar del agua huracanada. Algunos
limpiaban los viejos quinqués -aquellos de la alfabetización salían
de los trasteros-, o preparaban las
cocinas de carbón o las reservas de queroseno; otros buscaban
toallas ajadas para poner bajo las puertas, mientras les gritaban a
sus hijos que aún merodeaban por el barrio que ya era hora de
encerrarse; y otros, con docilidad de rumiante, recogían sus
maletas, subían el colchón y el refrigerador a la barbacoa, y se
iban a tocar a la puerta del familiar más cercano o del vecino,
dejando la casa bien cerrada. Los que se negaban a abandonar
sus ruinas serían más tarde obligados, a punto de empezar el
diluvio, a trasladarse a los refugios estatales, salvo que
simularan haberse marchado antes: se enterraban en el fondo de sus casas y
allí esperaban lo que dios les tenía reservado. (A media noche
podías presentir los gritos de la vecina, como un aullido más del
viento...)
Las enemistades de
barrio pactaban treguas pasajeras para evitar el infierno de una
convivencia obligatoria: la familia del encargado de vigilancia, que
desde la acera de enfrente nos miraba con ojeriza durante todo el año
y apenas nos insinuaba un saludo de ronda, pasaba los ciclones en mi
casa a instancias de mi padre. Su casa de madera llevaba amenazando
caerse en cada temporada ciclónica, pero seguía en pie
milagrosamente. Para mí, eran días de jugar sin horarios con la
hija del vigilante; para mis padres, de esconder cuanto objeto podría
llamar la atención de los invitados, previendo que tras el período
de agradecimiento, nos pusieran una denuncia. En uno de los últimos
ciclones que arrasó la Isla, y tras haberse declarado el país zona de
desastre por la ONU, la casa fue finalmente derrumbada por sus
propios dueños a golpes de mandarria: solo sería reconstruida por
el Estado si se contabilizaba como daños de la tormenta. En aquel ciclón muchas puertas se dejaron entreabiertas...
Había que cocinar
toda la comida de la nevera -los tres trozos de pollo, el filete que
quedó solitario, el picadillo del mes-, porque una vez que entrara
el ciclón cortarían la electricidad y el gas de la calle y quién
sabe cuánto tardarían en reponer los servicios, sobre todo si los
estragos al tendido eléctrico, ya de por sí una madeja desgreñada
colgando de antiguos postes de madera, hubiesen sido considerables.
Después de una
semana de no poder encender el fogón, surgían hermandades circunstanciales: algunos vecinos organizaban hogueras para cocinar las
últimas provisiones a punto de descomponerse y repartirlas por el barrio. En el 2004 celebré
mi cumpleaños en medio de este aquelarre comunitario, con el huracán Iván de categoría 5 como banda sonora. Varias tormentas, ciclones, huracanes o simples aguaceros torrenciales me sorprendieron en vísperas de mis cumpleaños, con apagones y toques de queda. Nacer en temporada ciclónica te predestinaba una fuerza cíclica y devastadora -eso quería pensar para no leerlo por el lado del infortunio.
Había que encender la televisión del salón y las
radios de las habitaciones para no perderse ni un segundo del
trayecto (y comprar pilas en el mercado negro a precio de órganos
vitales). Y había que rezar para que el ciclón acelerara el paso
(con la lentitud los estragos se hacían mayores), no aumentara en la
categoría Saffir-Simpson tantas veces oída en los partes, no
hiciera lazos o cadenetas peligrosas que lo llevaran a beber el agua
caliente del Caribe para convertirse luego en un monstruo huracanado
con voluntad de aparecer por el rincón menos previsto de la Isla.
En
esos días José Rubiera, Director del Instituto de Meteorología, se convertía en
el actor secundario más seguido (se le tejían historias
truculentas, se le veían empeorar las ojeras). El
actor principal seguía siendo Castro, nunca desplazado por hombres
del tiempo ni por tormentas con nombres extranjeros, que irrumpía
sin previo aviso ante las cámaras -eso nos hacían creer-, o hacía
recorridos temerarios por las provincias o los albergues de los
evacuados. Su llegada convertía el grito pelado en euforia: la mujer
que lo había perdido todo decía sollozante que le había merecido la pena con tal de estar cerca de Fidel, de besar su mano... Después ya tendría tiempo,
muchos años, para maldecirlo por seguir viviendo en un albergue.
Desde el ciclón Flora, en el 63, los reportajes nacionales se centraban en su figura de superman anticiclónico, capaz de desviar el meteoro, de amainar la furia del viento (desde esa época mi abuela solía decir que Fidel era “más malo que el Flora”). Se le achacaban pactos maléficos que torcían el rumbo de las tormentas hacia la Florida, o, en el peor de los casos, hacia los extremos de la Isla, acostumbrados a soportar los peores desastres sin revueltas ni quejas – o al menos se quedaban en blasfemias regionales. Todos los rezos se centraban en implorar que el ciclón no atravesara La Habana.
Desde el ciclón Flora, en el 63, los reportajes nacionales se centraban en su figura de superman anticiclónico, capaz de desviar el meteoro, de amainar la furia del viento (desde esa época mi abuela solía decir que Fidel era “más malo que el Flora”). Se le achacaban pactos maléficos que torcían el rumbo de las tormentas hacia la Florida, o, en el peor de los casos, hacia los extremos de la Isla, acostumbrados a soportar los peores desastres sin revueltas ni quejas – o al menos se quedaban en blasfemias regionales. Todos los rezos se centraban en implorar que el ciclón no atravesara La Habana.
Si la Habana, con su indignidad de ruina moderna, era surcada por unos vientos
superiores a 250 km/ph quedaría borrada de la Isla. Y una Isla sin capital sería como el cuerpo degollado del negro, que había visto Cocuyo, el personaje de Severo Sarduy, cuando en pleno ciclón se asomó a la ventana. Después de desaparecer La Habana, sólo quedaría tilo con matarratas para el resto de las familias.
Cuando ya habíamos cumplido todas las previsiones, nos sentábamos en los sillones de madera de la sala con las velas encendidas a desear que, al otro día, la ciudad permaneciera en su sitio.