No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

viernes, 17 de febrero de 2012

Si insistes...

(Amelia Peláez, "Peces", 1959)

Alguien me acerca una caja de bombones. Hacía muy poco tiempo que yo había salido de Cuba y se me hace un nudo en la garganta. Ante la tentación de unos chocolates con licor, ladeo la cabeza con una lentitud que en Cuba no convencería a nadie -hasta el más despistado se daría cuenta de mi engaño-, pero que en España parece creíble. Mis anfitriones podrían imaginarse que alguna cuenta secreta de calorías o alguna alergia pesan en el rechazo (que casi siempre luce brusco, incorrecto). O que simplemente no me apetecen. Sin embargo, nada más lejano a la verdad: me apetecen y mucho, aunque, en realidad, estoy tratando de ser amable según unos retorcidos códigos de educación.

Tras esta farsa inicial, algunas veces te suelen repetir el ofrecimiento -en Cuba-. Y entonces, a la segunda o a la tercera súplica, cedes: “bueno... si insistes...”. Se cierra el pacto, y con cierto pudor que unifica la escena, tomas el alimento. Sólo bajo esta insistencia, a veces molesta cuando de verdad no tienes ganas, es que solemos aceptar una oferta.
Pero no estoy en Cuba y tras la negativa inicial, la caja de bombones comienza a volar de mano en mano y a desvalijarse por el camino. Ya nunca regresará a mí. La próxima vez -me digo- responderé con sinceridad. Me lo repito una y otra vez: casi siempre fallo. Hay convenciones que son muy difíciles de desaprender. Además, un cierto complejo parece lastrar este acto natural de intercambio; temo que descubran que una especie de ansiedad ligada a la comida (y que hacía que me zampara de una sentada un bote de nocilla), me ha acompañado por largo tiempo.

En Cuba esta convención funcionaba como una norma de apariencias bien orquestada: se finge ofrecer con dádiva, e incluso con insistencia, porque se sabe que, por lo general, el otro denegará también con énfasis. Teatralidad conveniada y ensayada con los años. A veces una de las partes rompe el contrato y el desorden de la “mala educación” irrumpe: quien ingiere no brinda o quien recibe la oferta la acepta a la primera.

Cuando la comida es escasa, estos rituales fundan una complicidad más sólida que el alimento que se comparte, basada en la aflicción por la renuncia. Cuántas veces hemos sido invitados a almorzar y hemos declinado la oferta, a pesar de que el hambre se nos reactivaba con los olores de la comida cercana. Tal negación establece un diálogo secreto que engrandece al visitante. El “no, gracias”, el “que te aproveche”, el “acabo de comer”, fueron frases que en la retórica del Período Especial alcanzaron un halo de dignidad remarcable. Falsedad monótona que como mantra budista debía ser repetida hasta que tú mismo te lo creyeras (estoy lleno, ¡llenííííísimo!) o hasta que los otros fingiesen que nos creían: falsedad doble, reforzada.

En ocasiones, el ofrecimiento ya llevaba la marca de la mentira desde la misma pregunta, como cuando alguien te brindaba el pan que estaba comiendo y del que le quedaría un par de mordidas: aquel "¿gustas?" con la boca llena y el pan escamoteado entre las manos apenas merecía una respuesta.

En el otro extremo de los prudentes o "considerados" estaban los que llegaban siempre a tiempo para atrapar la comida ajena, así fuese al vuelo. Los "gorrones" o los que "pegaban la gorra", esos amigos "oportunos" o vecinos con una agudeza olfativa envidiable, que les permitía tocar a la puerta justo cuando chirriaba el huevo en la sartén.

Y a veces, también, los extranjeros. Esos que querían disimularse entre los cubanos, perder la identidad culinaria -y otras tantas- comiendo lo que se presentase, incluso, “arroz con mango” (literalmente: tuvimos un visitante que nos pidió comer un día el "sabroso arroz con mango cubano", algo que no dudo que exista pero que yo nunca había probado).
Tales foráneos, por lo general de esa izquierda europea de arroz con mango que le gustaba vivir la simulación de la pobreza, eran temibles en estos lances. Se creían al pie de la letra que el comunitarismo en Cuba pasaba por compartir el pan a partes iguales (o a falta del pan, casabe), y no, por el contrario, dejar que el otro comiese en paz su mejunje improvisado, declinando su ofrecimiento. Y ante ellos, nos hacíamos el haraquiri, inmolábamos las congeladas despensas -el cuarto de pollo que se enterró en la nevera para días de urgencia-, sacábamos la casa por la ventana con una resignación disfrazada de dignidad, porque en la escena de ofrecer lo que a duras penas teníamos radicaba el acertijo de nuestra sobrevivencia: la autoestima del que no teniendo nada, lo ofrece. Lo ofrece… para que se lo rechacen...