No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

domingo, 5 de junio de 2011



Con los párpados hinchados -no por juergas nocturnas sino por un “levantón” de madrugada y tras pasar algunas horas en un autobús-, llegábamos los lunes a la Universidad (la Facultad de Letras) los de Matanzas y Pinar del Río. Éramos estudiantes afortunados que podíamos ir casi todos los fines de semana a casa por la cercanía de nuestras provincias. Nos acomodábamos en las escaleras de la entrada y Melibea -una diosa tutelar, majestuosa y ensimismada como todos los gatos- se acurrucaba a nuestro lado. Eran las siete de la mañana. A veces había frío. Sacábamos los apuntes y dábamos un repaso al temario del examen; poníamos las últimas tildes a un trabajo final.
Poco a poco iban llegando los estudiantes habaneros desde diferentes lugares de la ciudad; como nosotros, venían también agotados, sudorosos, con arrugas en las faldas o en las camisas después de haber lidiado con autobuses repletos para poder llegar a tiempo. A primera hora de la mañana, La Habana era una red llena de peces coleteando, casi sin aire. La ciudad tropical -palmeras, fachadas coloniales, sandalias de cuero- levantaba el tórax para inspirar a sus habitantes y escupirlos en un soplo violento hacia todas las esquinas. Después, se quedaba sin aliento... Todo lo demás, eran postales para turistas; fotografías que nunca podríamos tomar.

Sentadas desde tan temprano en las escaleras, mis coterráneas y yo nos entreteníamos clasificando a los que llegaban: “aquella tiene cara de Yumisleidis”; “ése parece un espadachín”. Nos cebábamos con los fingidores, con los que disimulaban sus gestos cuando, instantánea o imperceptiblemente, se sentían escrutados: con las de rímel y toga, tacón y pose existencial (las facultades de Letras abundan en estos especímenes simuladores: es una de tantas alternativas para sobrevivir al elitismo seudointelectual). Y así desfilaban ante nuestros ojos la “mística calienta bobos”, la “gorruda artística”, “la polícroma”, el “guajiro onírico”... Con certeza, otros se burlaban de nosotras y nos ponían apodos crueles: ley de la jungla universitaria.
Los profesores iban llegando también como podían: en el Lada destartalado, heráldica de un compromiso -o de un oportunismo- pasado, posiblemente tan chatarrero y abollado en el presente como el propio carro. O a pie, con los huesos cervicales crujiéndoles por el peso de los libros. O no llegaban.
En el límite de su impotencia, una profesora anuncia que no habrá clases hasta próximo aviso: se le había acabado la cuota de la bodega apenas empezar el mes y no pensaba regresar al trabajo hasta la reposición de los "mandados", a inicios del mes entrante. El alarde de revuelta fue zanjado en la mesa de dirección, pero su "boconería" me sacudió por aquel entonces.
Después supimos que había empezado a frecuentar el “hospital de día” como tantos otros colegas: se puso de moda entre los profes, para decirlo festivamente. Ignoro qué hacían allí, pero muchos pasaban algunas temporadas en el conjuro colectivo de sus frustraciones, quizás haciendo manualidades tejidas con las neurosis producidas por una profesión de escasa recompensa económica, en un país donde la investigación literaria debía sortear -como el Diccionario de la Literatura Cubana- ciertas letras, autores, temas, escuelas o corrientes de pensamiento, prácticas, estilos y revistas internacionales. Las manualidades irían, seguramente, a un círculo infantil del municipio para compensar la culpa por la improductividad filológica, tantas veces recordada a la hora de movilizaciones y compromisos.

Como elefantes amaestrados, entrábamos lentamente a la facultad una vez abiertas sus puertas. El sopor del lunes se sentía en cada paso, en el énfasis ojiabierto por atender y tomar notas a pesar del sonsonete adormecedor de la literatura española medieval. La propia profesora se dormía -a su edad podía lidiar con Berceo pero no con la humedad y el calor insular- y la clase toda era un cabeceo acompasado, una corriente de energía anémica, descolorida.
Poco a poco la semana cogía su ritmo; la risa y las caminatas por G, Línea o Malecón rompían la ataraxia del hambre. El amor, el sexo, los conciertos en vivo; Alicia simulando bailar un pas de deux (movía las manos mientras el bailarín la sostenía y trasladaba como una marioneta con hilos vergonzosamente visibles); el estrés por almacenar agua; las colas en el comedor de la Universidad (el Machado) o en el de la beca, en el cine o frente al teatro sin entradas, nos obligaban a vivir en el hueso y a seguir un ritmo apresurado -de carrera- como el impulso de una desembocadura (a dónde desembocábamos, nadie sabía), o como si estuviésemos cantando el final de un aria, la nota más arriesgada, y ya fuera imposible detenerse o desafinar al cierre del espectáculo. Y si desafinábamos siempre habría un artilugio en la tramoya para escapar: un pan que aparecía a última hora, unos paqueticos de té usados tres veces antes de tirar, un poco de azúcar prieta que pedíamos prestado y unos amigos congregados para terminar el día.

Al final de los cinco años de la Universidad había recorrido unos 69 600 km (unos 400 viajes de la Habana a Pinar), algo así como una vuelta y media a la Tierra por el ecuador. Melibea, la gata tutelar, desapareció un día (por el año 1995) y todos deseamos que hubiese muerto de vejez y no en el patio de algún vecino, sacrificada para el almuerzo. Alicia anunció retiro a los 75 años y fui a verla bailar por última vez: el ballet se llamaba "Farfalla", coreografiado por ella misma a la medida de sus limitaciones. Movió sus manos como una mariposa tristemente alfileteada por un coleccionista -apenas se movía del sitio. Esa tarde de domingo (julio del 95) fue también una de las últimas que caminé por la Habana con mi hermano, con el sosiego de quien no puede presentir las líneas de fuga, los finales. Poco después él dejaría la isla para no regresar en unos 10 años, solo de visita y cuando ya sería imposible el reencuentro: yo tampoco vivía allí.