No sé si estos trenes seguirán ahí, oxidándose en una especie de basurero improvisado a la entrada del Barrio Chino de la Habana. La foto la hice en el 2009.

jueves, 23 de septiembre de 2010

VOCES 2



El segundo número de la Revista Independiente Voces ya ha salido y está colgado en la red para que se pueda leer. Hay que vocearlo, que de voz en voz se "corra la bola".

Índice:
Miriam Celaya( 1 ) La Iglesia católica cubana y la oposición: un conflicto innecesario.
Leo Felipe Campos( 4 ) Impresiones habaneras de un yuma a la deriva
José Kozer( 6 ) Acta / Fábula / Satori
Luis Eligio Pérez( 9 ) Ahora la Revolución es zen
Enrisco( 11 ) Cuando alcanzabas tu definición mejor / Moscas contra el cristal Reinaldo Escobar( 15 ) La imagen del bosque, la identidad del árbol
Guillermo Fariñas( 16 ) Con el abismo dentro (capítulo 3)
Víctor Varela( 21 ) El texto imposible de representar
Aung San Suu Kyi(24) Pajarillos fuera de las jaulas
Yohani Sánchez (26) El saco de los inconformes
Teresa Dovalpage(28) Posesas en La Habana (fragmento)
Alexis Romay(32) 4 poemas de LOS CULPABLES
Eric J. Mota(33) Guía introductoria a La Habana Underguater
Ernesto Hernández Busto(36) Presentación de un libro no publicado en Cuba
Chely Lima( 40 ) Loco en piel de cocodrilo
Rafael Alcides( 41 ) Piedad para él
Orlando Luis Pardo Lazo(46) Volabas en caballo blanco el mundo
Edmundo Desnoes(48) Memorias del desarrollo (inéditas)
Dimas Castellanos(43) Sindicalismo independiente versus actualización del modelo

Este es el link para leerla o descargarla: http://www.scribd.com/doc/37994974/Voces-2-Revista-Cubana-Independiente

martes, 21 de septiembre de 2010

[21] Las malanguetas


[Imagen del río Almendares plagado de malanguetas. Foto tomada de http://www.mappinginteractivo.com/plantilla-ante.asp?id_articulo=1621]

(A Alina Quintana, con quien conversé sobre estos suplicios)

Hay una planta acuática en Cuba que es una verdadera plaga para las presas y estanques. Es considerada una maleza de alta velocidad de crecimiento y adaptabilidad al ambiente y, cual si fuera poco, se trata de una especie exótica introducida en la Isla quién sabe porqué razones o para qué fines. Sus raíces van creando una madeja de putrefacción que convierte el caudal de regadío en un fangoso cieno donde apenas pasa la luz y el oxígeno. Poco a poco, van reduciendo la amplitud del estanque y su funcionalidad, van anulando la vitalidad del agua hasta transformarla en un depósito considerable de mosquitos, moscas y otras muchas plagas insulares. A veces, puede verse algún que otro ratón semiahogado sobre la pestilente alfombra.
Nada se puede hacer para detenerla; como las serpientes míticas a las que le brotan dos cabezas al arrancarle una, no se logra nada con podarla: hay que desgajarla de raíz, arrancarla de cuajo. Para ello, hay que sumergirse en el estanque y con el agua a media pierna −e incluso, hasta la cintura−, y hundir la mano hasta dar con el nacimiento de la planta (una vez hecho esto el hedor se despierta y un tufo de descomposición invade la escena). Pero antes, hay que ponerse una vacuna contra la leptospirosis, pues puede haber riesgo de contaminación.
Así sucede en el río Almendares, cubierto en ambas márgenes por la exuberante planta, y en la inmensa presa alrededor de la cual se asienta el Parque Lenin, que se vio amenazado de que sus suministros de agua quedaran paralizados por la voraz enredadera(acabo de leer que en un ambiente contaminado el crecimiento de la malangueta es de un 2.4 veces mayor que en aguas no residuales). Y por cierto, la planta ha servido para comprobar los altos niveles de plomo, cobre, cadmio y zinc en el río Habanero, y catar las dimensiones catastróficas de la contaminación de una de las cuencas hidrográficas más importantes de Cuba (véase aquí).

Tal sucedía (¿o sucede?) en el estanque que abastecía de riego los sembradíos del Preuniversitario donde estudié por tres años.
Cuando se dieron cuenta del poderío de la planta, nos encomendaron la misión de aniquilarla (previa vacunación masiva). Tuvimos que meternos en el estanque sin botas −apenas teníamos por aquella época unos tenicillos con las suelas reblandecidas por el asfalto caliente− y sin guantes. En muchas ocasiones, los profesores, encargados ese día de la brigada, no dejaban entrar a las mujeres a la laguna y nos quedábamos refugiándonos del sol de la tarde bajo los grandes bambúes, espantándonos los mosquitos y viendo cómo nuestros compañeros se sumergían en el agua. Recuerdo que para algunos, aquello era una prueba de virilidad y como tal lo tomaban; para otros, un refrescante entretenimiento. Pero para mis delgados compañeros de grupo −aptos para estudiar las ciencias exactas pero no para aquellos trabajos− podía ser un espanto, un asco.
En otras ocasiones, debíamos hacer una cadena humana, pues las plantas extendían su dominio más allá de las riberas y quien se aventurara a ir más al centro debía tener un vínculo que lo protegiera. Con una mano nos agarrábamos, y con otra, nos pasábamos las plantas arrancadas hasta depositarlas en la orilla, donde las recolectábamos. Porque la utilidad desplazaba el sinsentido de aquella labor y nos daba ánimos: con las plantas secas se harían bolsos, sombreros, canastas, cuerdas, y −me recuerda un amigo− hasta zapatos. También servía para alimentar a los cerdos de la finca, los cuales, dada la escasez hasta de sobras, debieron renunciar a su salcocho de toda la vida. (No recuerdo el sabor de la carne, pero sospecho que no sería el mismo).

Después de la jornada de trabajo, mojados hasta el tuétano −sobre todo mis compañeros varones−, regresábamos en caminata multitudinaria bajo el sol. Cinco kilómetros nos separaban de la escuela a la finca donde trabajábamos; cinco kilómetros que hacíamos a pie, por la carretera hirviendo y con el automatismo de quien sabe que no hay opciones ni soluciones para su cansancio (por suerte, era tanta la escasez de gasolina, que por aquella autopista apenas pasaban autos; de lo contrario seguramente habría habido algún accidente). Con diez kilómetros al día, no había menú que no fuera digerido: daba igual el boniato duro o el huevo verduzco de tanta hervidura, aquello podía saber a gloria.
Alguna que otra vez fui al local donde, una vez secas las malanguetas, se tejían las cestas o las carpetas para libros. El resultado olía mal y cuando pasaba el tiempo adquiría un horrible color parduzco −y si la fibra no estaba bien seca podía podrirse y apestar aún más− pero nos gustaba porque era artesanal y nos redirigía a los orígenes, ya casi cercanos nuevamente ante tanta precariedad (volvíamos a la harina de maíz, al gofio; a los zapatos de yagua y al caballo como medio de transporte…). Recuerdo que un "Día del Educador" le regalaron a mi padre -maestro de gran experiencia y apasionada vocación- una carpeta hecha de aquellas fibras. La utilizó por muchos años -ya casi me avergonzaba de verlo con ella- y todo porque, como nos dijo aquel día, era la primera vez que le regalaban algo "oficialmente" como Educador: ese fue el presente que recibió al término de toda una vida de trabajo.

Desde hace tiempo, los ecologistas advierten de la nueva especie que ha plagado los ríos y estanques cubanos a partir del Período Especial: la voraz y enorme claria, cuya presencia ha desequilibrado los ecosistemas insulares. En una isla en la que, se supone, el pescado debería abundar en la dieta diaria, es increíble que haya que introducir una especie exótica para garantizar el consumo. Dicen que los babalawos están recomendando el pez, por ser de origen africano, para ofrendar a Eshu (Orisha que rige las manifestaciones de lo malévolo). Con los restos no comercializados de las clarias se hace, también, un pienso para los cerdos, cuya carne ignoro si conserva el sabor de antaño.
Los campos, a su vez, están dominados por el marabú, otra maleza incontrolable de origen africano, también usada en la religión afrocubana. La exótica planta llegó a la isla hace dos siglos y su actual expansión es, obviamente, resultado del abandono de los campos y de la ineficacia de estrategias de prevención y fomento agrícola. Sin embargo, aunque el marabú ha convertido en improductivos los fértiles terrenos de la isla, al menos sirve, como la malangueta, para otros fines: con sus semillas se hacen hermosas pulseras y collares que los turistas compran en las ferias de artesanías como recuerdo del primitivismo caribeño. También, dicen, se utilizará para hacer carbón vegetal (Hace algunos meses el Periódico Trabajadores -08/02/10- publicó un artículo consagrando al marabú: el carbón "producido sobre todo a partir de la madera dura del marabú, cruza los mares rumbo a puertos europeos"[...] "tiene mercado seguro en Europa para las cocinas dedicadas a los asados, pues el nivel de temperatura y sabor que aporta no puede ser sustituido por otras innovaciones tecnológicas, como, por ejemplo, el gas"). La filosofía que respalda tales desastres podría ser, quizás, "no hay mal que por bien no venga".
Y aunque podría dejar un margen para la suspicacia del lector, quiero insistir en la ironía de este comercio: mientras en las acampadas y picnics europeos podrán encenderse las cocinas gracias a nuestro marabú, en las cocinas cubanas cada vez hay menos alimentos que cocinar, entre otras cosas, porque un porciento elevado de los terrenos de cultivo están desahuciados por las malas hierbas.

Así, con cestas hechas de malanguetas, abalorios para los turistas, carbón para las barbacoas europeas y ofrendas para los santos yorubas, se va mitigando la pobreza de cada día, mientras las ruinas -otra de las plagas incontrolables- se han apoderado de las ciudades cubanas (en la Habana solo el casco histórico y algunas zonas de negocio y turísticas se han salvado de la plaga que amenza con extenderse). Pero sin agua y sin tierras para cultivar no hay país que sobreviva, y sin algo que derrumbar -como diría Arenas en Leprosorio- tampoco hay progreso. Así que entre ruinas, clarias, marabúes y malanguetas anda el futuro.

martes, 14 de septiembre de 2010

LA VIDA DE NOS-OTROS.

Hoy he recibido este correo de mi madre. Hace unos días le había pedido que me contara sus recuerdos de mi nacimiento y hoy me ha sorprendido con este regalo. Me he emocionado tanto que quisiera compartirlo con todos. Por supuesto que ella no se imagina que yo publicaría su correo, así que ¡guárdenme el secreto!.


Al fin llegó el día 14 de septiembre! Quisiera estar contigo ahí para celebrar las dos juntas. Te podrás imaginar 35 años atrás la que pasamos las dos, tú por salir y yo porque salieras. Cuando llegaste, lo único que pregunté fue si estabas sana y completa, lo demás no me interesaba, pero cuando te pusieron al lado mío lo único que pude decir fue ¡QUÉ LINDA!. Tu padre afuera esperando, aunque él te vió primero que yo por la osadía de una alumna de medicina (que fue primero alumna de los dos) y que casi le cuesta el título por haber salido, loca de contenta, a enseñar a Mirtica y ahí se quedó tu nombre (Me acota tu padre que abuela Modesta estaba junto a él y por supuesto abuelo Ismael se quedó en casa sentado en un sillón con una mano pasándose por la frente, la otra en el corazón y los ojos cerrados en una oración). Nunca se me olvidará que tenías, entre ceja y ceja, un rojo muy grande que todos pensaban que era un lunar de sangre, tan temido porque afea al que lo tenga, pero a mí eso no me interesaba: estabas ahí sanita y mirándome sin ver, pero yo me hacía la idea de que me mirabas. Luego el tal lunar fue la marca de tener la mano apoyada ahí parece que por mucho tiempo.

De Maternidad te cuento que la sala estaba abarrotada de mujeres paridas con sus pequeños y hasta en los pasillos había que poner camas. En el caso tuyo, la cunita estaba en el pasillo que conducía a los baños y a los desperdicios de tantas mujeres y niños recién nacidos. En una palabra, asqueroso. Todos los depósitos pasaban por encima de tu cunita porque estaba situada de tal forma que había que levantar y pasar los cubos y cubetas por encima y yo, aterrorizada, te cubría la cuna con una colcha pero eso no bastaba. Entonces llamé a Manolo y le dije que me quería ir, figúrate yo casi acabada de dar a luz, y aún así me levanté y cuando pasó la visita del médico pedí el alta. Pensé que era salir y ya, pero no, estaba equivocada, después que tenía preparadas todas mis cosas, me dicen que antes de irme tenía que recoger todo lo que me habían dado (sábanas, almohada, colcha, toallas, etc) llevarlo a la administración y entregarlo personalmente. Con lo débil que estaba cargué con el bulto y cuando estaba por el pasillo, el mundo se me fue y me dió una fatiga. Por unos instantes perdí el conocimiento, pero en el ajetreo de Maternidad nadie se dio cuenta. Cuando pasé el desmayo, no dije nada y seguí camino a la Administración. Figúrate, ya yo tenía el alta y para atrás no podía, ni quería volver, así que me fui. Por suerte cuando llegué a casa todo cambió y bastó para sentirme bien. Ahí está la foto cuando fui a enseñarte a Mari y a Berta.

Del parto, te cuento que fue difícil y se me presentó algo que después yo intenté averiguar pero nadie me lo dijo. El médico, ignoro la causa, se asustó mucho y mandó a preparar urgentemente el salón cuando ya yo estaba en la cama de parto. Pero yo había comido (me regañó mucho por ello), porque yo había estado todo el día allí y estaba muerta de hambre. Me preguntó por el grupo sanguíneo y le contesté que O +, y se asustó y me mandó a sacar inmediatamente la muestra. Recuerdo que se llevó las manos a la cabeza como si no supiera qué hacer: yo, entre dolores y asustada, pensé que no saldríamos con vida de allí. Entonces, alguien me empezó a empujar la barriga desde el esternón y con una fuerza que saqué no sé de dónde y a petición de que pujara -que yo no supe de pujos pues ni los sentí- entonces saliste tú normal, sin problemas. El médico dijo que en cantidad de años que llevaba trabajando (el se graduó en los primeros años de revolución) nunca se le había presentado un parto así y dijo los términos científicos que yo no grabé.

Después de esto a ti te llevaron para la sala neonatal para hacerte el reconocimiento general de tu estado y de 10 puntos te evaluaron con 9 y pico largo, (mira a ver en la tarjeta que te pusieron en la mano y que tú te llevaste, si están lo puntos) Al otro día por la mañana, te pusieron en la cunita al lado mío para que te empezara a cuidar y después vinieron a bañarte y todo normal.
De chiquitica no tuviste complicación. Eras extreñida al extremo, para hacer la caquita te teníamos que poner un pedacito de supositorio y siempre hacías la caca fuera del pañal y nunca tuve que lavar pañales con caca. Eso sí, siempre regurgitabas el alimento. Yo te daba de mamar y podía tenerte en mis brazos sacándote el aire como se hace siempre como una hora y cuando te ponía en la cama, venían los buches y te quedabas ahogadita, por eso es que tuvimos que buscar una cunita del tamaño más chiquito que cabía por las puertas y lo mismo estabas en la cocina que en el portal porque no se te podía dejar sola.
Varias veces tuve que salir corriendo, pues se te iba algún buche y te quedabas como aturdida. Llamaba a Mari [una vecina médico] y venía corriendo por la escalera de atrás y te zarandeaba o te colgaba de los pies. Un día estabas completamente ahogada, morada ya, y cuando te miro bien, me doy cuenta de que la cadena del tete te tiraba del cuellito; era que te habías tragado el chupete y te obstruía la respiración. Halé con fuerzas la cadena sin pensar si te haría daño y pudiste coger aire.

Del cunero me acuerdo que el mosquiterito que te puse , te lo tuve que quitar pues con los bracitos en alto lo agarrabas y te lo llevabas a la boca, cosa no común.
De niña cuando empezaste a hablar, cuando papi te cuidaba, no sé a quién le oiste decir "coño" y lo repetías todo el tiempo, entonces papi le puso a tu muñeco preferido "Antonio" para que te olvidaras de la palabra.

Mamaste los tres primeros meses y me acuerdo que cuando empecé a trabajar, porque ya se me había vencido la licencia, a veces estaba dando clases y se me derramaba la leche y tenía que ir corriendo a darte de mamar; por suerte yo estaba cerca, en la Tomás Orlando Díaz y eso era en enero. Después más grandecita tus juguetes en la cuna eran mis libros y mi mano para tranquilizarte pues siempre tenía que estudiar o preparar clases, y para poder hacer las dos cosas, no me quedaba otra opción que hacer esto. Hasta que cuando tuviste un año yo pasé a dar clases en la escuela nocturna y estaba todo el día en casa, así te podía atender y cuando me iba se quedaba tu padre al cuidado.

Recordando, abuelo siempre te dormía en el portal al solecito, te pasaba el dedo por el entrecejo y enseguida te quedabas dormidita. También te mecíamos en el columpio y yo te hablaba todo el tiempo porque me habían dicho que desarrollaba la mente; no importa que no entendieras, pero te quedabas tranquilita, embelesada. Quizás por eso te encantó siempre el columpio. Pasabas casi todo el día en él, y ahí desarrollabas tus fantasías, pintabas, garabateabas y decías que habías escrito poesías para mamá y otros.
Bueno, ya se me acabó la musa. Le pedí a tu padre que te escribiera él también; a ver si te complace.
No te he podido mandar las fotos que me pediste porque las pilas recargables son muy viejas y se descargan muy rápido. Cuando puedas, mándame otras. Acuérdate de la dieta del vinagre de manzana que a mí me está funcionando.
Y no trabajes mucho hoy, pásatelo en grande.
Te queremos mucho, mucho, mucho,
MIMA Y PIPO

domingo, 12 de septiembre de 2010

[20] De cumplimientos y sobrecumplimientos



Los cubanos tenemos fama de ser hospitalarios, algo que hemos aprendido y heredado de nuestras familias. De quitarnos lo que tenemos −y lo que no− para dárselo al prójimo. De recibir, con bombo y platillo, al amigo que se queda en casa −y segundos antes de su llegada, salir disparados a recoger los regueros, a hacer una limpieza rápida, y si no queda más remedio, a echar el polvo bajo los butacones…
Aún me tengo que cohibir cada vez que viene un obrero a mi casa, ya sea el pintor o el reparador de la lavadora, para no brindarle un vaso de agua bien fría o una tacita de café. Cuando lo hacía, al inicio, me respondían con un rotundo “no” que me cortaba las buenas intenciones. Y aún así les decía: “pero si quieren pasar al baño o ponerse cómodos, están en su casa”.
Ese empeño por “quedar bien” nos ha llevado muy lejos.
¿Alguien tuvo que fingir alguna vez saberse la pregunta del maestro cuando, en la etapa primaria, algún inspector revisaba las clases? Teníamos un código bien ensayado: si levantábamos la mano derecha, nos sabíamos la pregunta. El maestro tendría luz verde. Si levantábamos la izquierda, entonces no éramos los más indicados para responder: sólo rellenábamos la escena.
Estábamos bien coordinados a la espera de que algún día viniera alguna visita o inspección. Las cosas se complicaban para el pobre maestro si los niños −¡ay! los niños− con su espontaneidad, metían la pata.
Recuerdo el día que tocó, por fin, que un inspector eligiera nuestra aula: ensayamos el código minutos antes. Lanzó la pregunta el maestro, pocos levantaron la mano derecha (muchos la izquierda) y señaló a Ana, quien respondió con titubeos y de forma incorrecta. Sin darme cuenta le solté un reproche:
−¿Pero si no te sabes la respuesta por qué levantaste la derecha?
−¡Porque me equivoqué de mano!, me respondió sin pensárselo dos veces.
El aula se vino abajo de la risa y el inspector desplazó al maestro y nos dirigió un breve interrogatorio que debimos responder con caritas llorosas. Aquel cuento llegó hasta mis padres, que también pertenecían a la odiada raza de los inspectores de educación.

En otra ocasión, colaron a alumnos de un grado más avanzado −entre los que estaba yo− en el grupo de segundo. Era una clase de matemáticas y recién empezaban a enseñar los productos. Como parte del teatro, la maestra dice que elegirá algunos alumnos al azar para comprobar si se han aprendido las tablas. Otra vez volví a meter la pata. Como estaba en tercero se suponía que ya me las sabía y no, le hice quedar mal, cancaneé sin parar. Lo peor fue que tuve que soportar la humillación de que los de segundo se burlaran de mi ignorancia. Al llegar a casa me castigué severamente: no salgo a jugar hasta que no recite las tablas.
Este desvelo por quedar bien, por aparentar ser mejor de lo que éramos se debía a la dichosa “emulación socialista”, al cumplimiento y sobrecumplimento de los planes. Nuestra escuela tenía que ser bien evaluada; los maestros tenían que aprobar al 100% de los estudiantes para no afectar los índices (aunque para ello tuviesen que repasar el examen el día antes), y contaminados con el entusiasmo de las centenas, debíamos tener 100% de asistencia y puntualidad, 100% de retención escolar, 100% de aprovechamiento, y de paso, medio grupo con 100 de promedio. Empezando por el aula y terminando en los talleres, empresas y fábricas, se inflaban las estadísticas, los resultados.
En las etapas al campo, como Jefe de brigada, me enseñaron a bajar las cifras de cumplimiento pronosticadas para poder sobrecumplir fácilmente. O sea, nos poníamos como norma sembrar 10 surcos diarios, aún a sabiendas de que normalmente podíamos hacer el doble. Así, a la caída de la tarde, reportábamos 20 surcos por estudiante, con lo cual cumplíamos y sobrecumplíamos las normas y nos convertíamos en brigada vanguardia. De esta forma, repito, funcionaba la “emulación socialista”.

Eran verdaderamente lamentables las performances que se montaban en la Vocacional cada vez que venía un visitante. Un despliegue de demostraciones, y no olvidemos que esta palabra viene de monstruo: los estudiantes se convertían en enanos de feria que exhibían sus dotes, sus habilidades. Aquel, que había estudiado varios años en una escuela de Arte, ponía su caballete como al descuido y, si le preguntaban, explicaba que todas las técnicas las había adquirido en un “Círculo de Interés” de la Vocacional; más allá, el cuerpo de baile mostraba sus coreografías y el grupo musical cantaba algunas canciones. Instrumentos y zapatillas se recogían hasta la próxima función: hasta que alguna delegación de visitantes extranjeros asomara su cabecita preguntona y otra vez a preparar el show.
De todas aquellas mentiras, la que más me conmovió y repugnó fue el día que el Ministro de Educación de entonces (Luis Ignacio Gómez) visitó el IPVCE con todos los directores de Educación de provincias y de Vocacionales. Estaba en 12 grado y como miembro de la FEEM Provincial formé parte de la comitiva, no ya de recibimiento, sino que me integré a la nómina de los visitantes. Por primera vez hice todo el recorrido por la Vocacional contemplando las habilidades y mentiras de mis colegas con impertérrita vergüenza: mis amigos se mostraban, enseñaban sus números de circo. Pero lo que sin dudas fue contundente, como un mazazo en medio de la cervical, fue el almuerzo que nos ofrecieron. En un “ranchón” de madera que habían reconstruido rápidamente en la huerta donde trabajábamos (y preciosamente adornado), había mesas de varias decenas de metros a la redonda con varias decenas de alimentos variados. En unas, los arroces; en otra, las chicharritas de plátano, papa y malanga; en otra, las carnes: jutía, conejo, oca, cordero, cerdo; en otra, el pescado (de un cultivo acuífero que jamás de los jamases probamos). El director general explica −antes del “tropelaje” del “sírvase usted mismo”− que todos, absolutamente todos los alimentos que comeríamos, se producían en la finca de la Vocacional y que todos, absolutamente todos, eran disfrutados por los estudiantes (¡aquel día quedaba demostrado que las escuelas podían autoabastecerse!). Y vengan los aplausos, y el orgullo de pertenecer a una escuela Vanguardia, en la que pasaríamos los mejores años de nuestras vidas.

Juro que no pude tragar bocado, apenas algunas cosas que picaba al vuelo, mientras el Ministro y su séquito se “apunchinchaban” con la comida que nos pertenecía. Deberé recordar que estoy hablando del año 1993, en pleno Período Especial; el año en que nos daban sopa de coles, boniatos duros y huevos hervidos. El año en que empezamos a ir a trabajar al campo para producir lo que el Ministro ahora se comía.
(Ese día mis compañeros estaban felices: en el Comedor les habían dado arroz blanco con tres mini−croquetas de cerdo y una botella de refresco de “tropicola”).
Y, como si esto fuera poco, el propio Director anunció, al término de la comida, que el postre nos lo comeríamos en la propia escuela, en un sitio habilitado para ello. El lugar elegido fue el Museo de Historia que, acristalado e impúdico exhibía, como joyas medievales, las bandejas de repostería fina (“confeccionadas en la dulcería de la escuela, y también, disfrutadas por nuestros estudiantes”), mientras algunas caras curiosas se pegaban al cristal, hipnotizadas y hambrientas. A este circo final no me sumé. Ya era demasiado el rubor de mi cara.

Días después, y con la incomodidad acumulada, fui a hablar con el Director: tenía que desahogarme. Por respuesta una simple pregunta: “¿Cuando tienes una visita en casa no le ofreces lo mejor que tienes, e incluso, lo que no tienes?”

viernes, 10 de septiembre de 2010

VAGÓN 204



LUCES Y SOMBRAS

El sol de Cuba, esa estrella que ilumina y mata, que agobia y abraza, ha lanzado sus dardos como dios heleno, cada vez que los endurecidos párpados han debido esperar jornadas enteras de arengas, discursos y letanías bajo el sol insular. Pero la luz proyecta insospechadas sombras. En el juego de posiciones y poderes, quien se sitúa de frente al sol −¿como Martí?− o de espaldas varía en rango, al menos simbólico. Como divertimento, quiero jugar con estas luces y sombras.

1.
El día 4 de enero del 59’, al comienzo del segundo discurso que Castro daría en su periplo hacia la Habana (en Camagüey), el orador declara sentirse abrumado ante tanto pueblo reunido, y por ello mismo lamenta tener que contemplar, a causa del sol que lo encandila, una masa sombreada. Quisiera ver las caras de los que lo observan con admiración, los gestos de euforia y aspaviento. Pero la luz no lo deja y dirige su discurso a un destinatario grupal que no logra distinguir: “Yo quisiera ver al pueblo, y la luz no me permite ver”, afirma. Eso sí, sacrifica su visibilidad en función de la imagen que de él, artífice histórico, puede ser capturada; una imagen lo suficientemente iluminada como para que recorra el mundo en las noticias: “A pesar de todo, brindémosles a los periodistas todas las facilidades, porque para eso hay libertad de prensa en nuestra patria (APLAUSOS); que ellos tomen sus películas…”
La luz al servicio de las finas películas de celuloide.

Desde entonces, el pueblo seguiría posando como una masa oscura al final de la foto (a pesar de que ese mismo pueblo tendría que derretirse al sol en las largas jornadas de trabajo o donar sus domingos a labores voluntarias −“domingos rojos” en los que yo me levantaba a ver el cielo, pensando que sería de ese color). El encandilado líder no vería jamás la realidad ante sus ojos; de regreso a la sombra de su despacho solo podía ver la utópica redondez de sus ideas −crecí escuchando aquella famosa frase de que las cosas pasaban porque Fidel no se enteraba de nada; porque tenía un estratégico parabán −funcionarios tamizadores de la luz− que le ocultaba la verdad. Poco después, la proclamada libertad de prensa también quedaría relegada a la sombra de la impostura, mientras la luz serviría solo para mostrar las breves −y autorizadas− instantáneas de gloria.

(Casi 50 años después de aquel discurso, un amigo camarógrafo me comentó que, a pesar del ventajoso salario de los operadores de la “Mesa Redonda” cuando comenzó a emitirse, y de la simplicidad infantil de las tomas, muchos rehusaban este trabajo por el peligro siempre latente de enfocar, un día, lo que debía permanecer en la sombra: cualquier discusión inoportuna, cualquier desliz imprevisto o secreción inadecuada colgando de una boca envejecida… Para este tipo de imprevistos, o para espetarle a los disidentes, a los críticos o a los turistas de oscuras gafas, siempre ha estado a mano la frase de Martí: “El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz”).

Con la vejez, el azote del sol insular se convertirá en pretexto para concluir las arengas cada vez más pronto, como atajos necesarios para el cuerpo cansado. En el último de sus discursos −como Presidente−, el 26 de julio de 2006, explicaba: “No quiero extenderme, aunque podría hablar hoy de muchas cosas. Vean lo que yo escribí −y como poeta iluminado, recita: 'El Sol se levanta minuto a minuto y sus rayos pueden hacerse insoportables'”. Después se refugiaría en la sombra de la enfermedad y la lenta recuperación, en la sombra verbal, y en la sombra del Poder, mientras cedía la luz, aparentemente, a su hermano, que llevaba años diciendo: ¡La luz, bróder, la luz!


Sin embargo, a pesar de que le otorgasen el mando, en el aniversario 56 del Moncada (celebrado en Holguín, 2009), Raúl se autoproclamaba una sombra; esa que vieron los que estaban allí reunidos, una sombra que hablaba y gesticulaba como si fuera el Presidente. En un acto fallido, o en inocente comentario de novato triunfador, o en perversa burla que avivaba los dobles sentidos, a la vez que advertía de su destino perennemente ensombrecido, Don Segundo Sombra afirmaba: “Pudiéramos empezar haciendo una pregunta por pura curiosidad personal […] a qué comprovinciano se le ocurrió ponernos el sol, aquí detrás, que a mí no me molesta, pero estoy seguro de que ninguno de ustedes me puede ver; verán, si acaso, una sombra: ese soy yo.”

Como una parábola, el sol insular es un azogue en el que se reflejan o proyectan las imágenes. Aquella primera vez el sol oscurecía la masa en éxtasis: Fidel debía ignorar al pueblo mientras hablaba -tal y como lo hizo periódicamente en aquellas infinitas jornadas de verbo inflado con martirio. Pero que el orador se encandile no le resta efectividad ni potencia al acto. Todo lo contrario, le permite el ensimismamiento… Lo importante es que lo miren a Él, y mejor aún si el sol se colocara como un halo detrás de la figura. (Si lo hubiese podido mover como parte del atrezzo, seguramente lo hubiera colocado allí).
Otra cosa es que el orador, como Raúl, sea quien desaparezca de la mirada común de los que se congregan para idolatrar al César: se rompe el círculo de la adoración cuando sucede el eclipse.

Y ahora que, llevada de la mano por el juego de ilusiones ópticas o por el resplandor del verano, creía que el pueblo comenzaría a estar alumbrado, mientras sus conductores permanecerían en la sombra, vuelve a salir el ‘iluminado’ para advertir al travieso mundo −que en su ausencia ha seguido jugando con bombas− que el que juega con fuego se quema, y como si fuera poco, descubrir que el modelo cubano ya no funciona ni en Cuba −ese que hace más de 30 años los propios cubanos ya saben que hay que darle golpes, como a un muñeco de cuerda para que siga andando.

El pueblo hace rato que ya no quiere morir de cara sol.

domingo, 5 de septiembre de 2010

[19] Preuniversitarios en el Campo: "Cuna de nueva raza" (II)


("La nueva escuela" de Silvio R.)

Tengo 15 años y hace solo dos semanas que estoy en la Vocacional. Los primeros días son intensos; incorporamos con rapidez un inmenso catálogo de caras. Los varones de 12 grado invaden en tropel los grupos de 10mo para estudiar los rostros nuevos, para catar los cuerpos recién enfundados en el uniforme azul. Nos observan −nosotras también los observamos−. Los profesores tantean la nueva hornada; los directores amenazan y explican el reglamento, el uso del uniforme: las medias altas y blancas por las rodillas, ningún sello o adorno estridente; ningún pelado o peinado extravagante.

Y ¡cataplum!, para la piscina. Acabo de cumplir los 15 años a sólo dos semanas de estar en la escuela y varios amigos nuevos me lanzan al agua, con uniforme y zapatos puestos. Casi me ahogo porque no sé nadar; uno de los lanzadores se da cuenta y se tira, también con el uniforme puesto. Escena romántica con rescate y sin beso. Me enamoré de inmediato.

El primer fin de semana de pase celebré mis quince. Fueron modestos: no alquilé vestidos de princesas ni fotógrafo profesional; no posé en sets inventados, en bañeras de casas ajenas o sosteniendo un teléfono, como las fotos que el kitsch de aquella época había puesto de moda: la nueva economía del país no me lo permitió, por suerte. Ante mis reclamos, mis padres decían que no se sabía lo que iba a pasar y que había que guardar el dinero −todavía hoy siguen con esa filosofía, “porque uno nunca sabe”−. Aunque eso sí, mi madre me hizo algún que otro vestido con las telas de la casilla y compramos algunas cosas −zapatos, jeanes− a contrabando.

Desde aquel septiembre de 1990 y hasta mi marcha, no se volvió a llenar la piscina de la Vocacional, aunque los próximos cumpleaños también los pasaría mojada; esta vez, con el agua de cubos lanzados desde los “aleros” −esos días era imposible ir a clases; me ponía a secar al sol y ya casi seca me lanzaban otro cubo, y no valía la pena esconderse: ¡siempre te hallaban!. La piscina acumuló durante esos años el agua de lluvia; con el tiempo, el agua se puso verde y en aquel verde nacieron oleadas de mosquitos −aunque echaban y echaban las pelotitas de veneno− y murió alguna que otra rata que caía desprevenida al agua. La limpiaban −alumnos, por supuesto- y el ciclo volvía a empezar.

A las pocas semanas de estar becados nos informan que veremos a nuestras familias y pisaremos nuestra casa cada 11 días. Se acaban, como por arte de magia, los buenos desayunos y las meriendas con las que nos habían seducido las primeras semanas. Un día encuentras unas bandejas encima de la mesa del comedor con mantequilla para untarle al pan y al otro día puede que no hubiese ni pan. Nos tiraron a la piscina del período especial con la ropa y los zapatos puestos y sin preguntarnos si sabíamos nadar.

Una amiga llora sin parar. No se adapta. Me despido con tristeza pero no le sigo: la Vocacional ya me ha seducido con sus pasillos de mármol y la promiscuidad de la convivencia: estoy rodeada de azules, se nos vuelve azul la mirada… Además, la ilusión por ser una futura estudiante de aquella escuela es formada desde años antes, en la secundaria, mientras nos preparamos para las pruebas de ingreso. Todos los sueños de entonces se encaminaban hacia allí.

De niña solitaria pasé, entonces, a ser una pieza de un engranaje inmenso que funcionaba con sorprendente exactitud: todos los horarios estaban planificados, todas las obligaciones preescritas. En los primeros matutinos generales daba la vuelta a mi cabeza para contemplar aquella ola que me tapaba y arrastraba a la orilla: éramos una inmensa masa sincronizada, todos semejantes en la distancia, todos acompasados, como cuando hacíamos aquellos “aplausos deportivos” que retumbaban el Anfiteatro. Por supuesto, estábamos solidificando el sentido de pertenencia a aquella especie de comunidad−nación que nos acogía y nos representaba (con sus fronteras, sus lindes, sus leyes, sus castigos y sus 4 pequeñas provincias en pugna), sin entender los mecanismos de cohesión que estaban detrás, y que aún hoy siguen funcionando, a pesar del tiempo y las distancias. Este ideal de homogeneización (que incluía hasta las chanclas de plástico para ducharnos, ropa de campo, jabones, las mismas libretas, los mismos lápices, etc) se fue resquebrajando por la falta de insumos. Aunque los padres seguían haciendo magia para procurarnos los zapatos negros y la medias blancas.

En realidad, mi grupo era bastante variado; conozco por primera vez la multiplicidad: el ocurrente, que no para de idear chistes, de esconderme los zapatos mientras me duermo en los cinco minutos de descanso; los que secundaban al ocurrente y se prestaban para todo tipo de bromas; el “raro”, inteligente y solitario, del que todas huíamos por su proverbial desaseo (por decirlo suavemente); los bailadores, los “patones”; los serios, los “quemaos” o “tacos” (como le llamábamos a los más inteligentes); la ensimismada, la histérica, la gritona; las presumidas o 'maduras', el afeminado que debía soportar las constantes burlas de los varones de otros grupos… todos interfiriendo en el espacio vital de cada cual, en el carácter y los gustos, hasta olvidar a veces donde terminaba lo propio y empezaba lo ajeno.
Al no tener demasiadas posibilidades de elección, debíamos fidelizarnos inmediatamente: pronto nacía el orgullo de pertenecer a la Unidad X (la 1 en mi caso) y al grupo X (me es imposible recordar el número), y había que responder por ello. Gritaríamos en los chequeos de emulación convencidos de que éramos los mejores…

A partir de onceno grado pertenecería a la FEEM (Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media) a nivel provincial. Los que me conocieron por aquella fecha recordarán que tuve que triplicar los esfuerzos: faltaba mucho a clases y por la noche, durante el estudio, me ponía al día con las libretas de mis compañeros (algunos profesores eran muy tolerantes con mis ausencias). Pasaba los días en reuniones, coordinando actividades que no importaban a nadie, en inauguraciones de eventos o actos políticos disímiles...
También visitábamos los preuniversitarios de la provincia y anotábamos los problemas de los estudiantes para discutirlos con el Director Provincial de Educación o con Fidel Ramos (el Primer Secretario del Partido), que siempre oían nuestras quejas, para luego decirnos que eran muy difíciles de solucionar, dada la situación que atravesaba el país…

Conocí el caso de una alumna violada continuadamente por un profesor y por sus compañeros de clase (y supimos de este caso porque fue denunciado, aunque imagino que habrían muchos más); de algún que otro suicidio, fruto del acoso y la violencia. De alumnas que eran obligadas a pasarse un día entero lavando y planchando la ropa de los varones, mientras éstos asistían a clases (para menguar la falta, el director nos explicó que aquel oficio de ‘planchadoras’ era rotativo y que le parecía la cosa más natural del mundo, porque si no, ¿quién lo iba a hacer?). Conocimos estudiantes con fuertes contusiones en el cuerpo y algún que otro tajo que, sin embargo, decían que se habían caído por las escaleras. La mayoría de las denuncias eran interceptadas a medio camino: directores y profesores se encargaban de silenciarlas.

Los albergues despedían, invariablemente, un olor a azufre y a amoniaco, como si el diablo campeara por allí, porque no tenían los instrumentos de limpieza necesarios ni los líquidos desinfectantes. Muchas veces, revisando los albergues, descubríamos que eran prácticamente mixtos; que las parejas convivían sin demasiadas prevenciones. (Eso, tomando como patrón la férrea disciplina de la Vocacional, me descolocaba por aquel entonces). A veces era tanto el desorden, la mala dirección y los problemas de la convivencia, que éramos nosotros los que mirábamos hacia otra parte, tapábamos nuestros oídos y cerrábamos las bocas. ¿A quién decir que aquel modelo de escuela, "cuna de nueva raza" podía ser un desastre? ¿Quién podía oírnos?

En cierta ocasión llegamos a un “Pre” y nos percatamos de que todos los alumnos estaban formados en el matutino con los maletines al costado. Pensamos que saldrían de pase por alguna eventualidad. Al pasar inspección en los albergues, las colchonetas estaban dobladas y amarradas con sogas de mil nudos a la litera: aquello era un espectáculo desolador. En efecto, nos dijimos, se van de pase. Al llegar a las aulas, una tendedera surcaba el espacio: en ella estaban tendidas algunas toallas, camisas y hasta prendas interiores….
Cuando preguntamos el motivo del pase a mitad de la semana, nos miran sorprendidos: aquella era su rutina. Todos los días bajaban de los dormitorios con los maletines recogidos, y la ropa debía secarse frente a sus ojos, mientras recibían las lecciones. Agobiados por los robos y por la imposibilidad de reponer las toallas o los uniformes −casi transparentes−, la dirección permitía tales costumbres. Enmudecimos: sentí vergüenza de mi saya azul oscuro y de mis blanquísimas medias altas. Aunque reportamos los hechos, desconozco si pudo erradicarse el vandalismo en aquel “Pre”.
(¡Y pensar que minutos antes había hablado en el matutino de consagración y resistencia; de los sacrificios que nos pedía la patria y del compromiso de estudiar en pago al privilegio de una educación gratuita! A partir de aquellas experiencias, me cuidaba mucho de hablar idioteces.)
En algunas ocasiones nos colábamos en las aulas para inspeccionar las clases. Nunca olvidaré la pregunta con que un profesor de algún “pre” de Troncoso comenzó su clase de matemáticas: “¿qué es un cubo?”. Todos los alumnos permanecieron callados, tal vez sobrecogidos por la visita o porque no sabían la respuesta. Empecinado, repitió la pregunta. Nadie respondía. El Director de la escuela que nos acompañaba en la visita, enfurecido con el silencio del alumnado, se paró inmediatamente y avanzando hacia el frente, dijo: “¿pero cómo no van a saber lo qué es un cubo?” Levantó el cubo de la basura mientras gritó a voz en cuello: “¡esto es un cubo!”
Otra vez volvimos a enmudecer: esta vez sentí vergüenza ajena y comprendí que mi preparación “ipeveceana” nunca podría igualarse a la de los estudiantes que tuviesen que oír semejantes disparates.
Por las noches aquellos preuniversitarios morían. Cada cual iba a lo suyo y una oscuridad casi absoluta se tragaba la edificación con los estudiantes dentro. Solicitamos a la UJC Nacional altavoces y equipos de música para alegrar las noches en el campo, pero nos fue imposible exportar el modelo de “recreación” de la Engels, con baile y multitud (el país estaba en crisis; no había música para todos). En aquellas ocasiones, dormía en una litera que sentía doblemente ajena, oyendo las ranas y sintiendo alguna fuga de agua en los baños. Echaba de menos mi ordenado albergue de la Vocacional, aunque por supuesto, extrañaba mucho más mi acogedora casa. Al despertar, sentía que aquellas provisionales compañeras me miraban con hostilidad: era la niña de ciudad, la “informante” de la feem, con uniforme demasiado nuevo y con la timidez de no haber “roto un plato” en su vida. (Francamente, trataba de no cuestionarme demasiado si realmente tenían algún sentido aquellos sacrificios de dirigente inservible, atada de pies y manos: cuando me lo preguntaba, podía andar todo el día deprimida.)

A pesar de estos vagabundeos de dirigente; de los discursos y las arengas en escuelas lejanas, retornaba a la “Engels” para intentar poner orden a mi desordenada vida estudiantil y volver a reírme, despreocupadamente, con mis compañeros de aula. Aprovechaba al máximo las recreaciones, en las que bailaba como si no hubiese nada más importante en el mundo. Trataba de no figurar demasiado en mi propia escuela, siempre que me fuera posible (ya se sabe, “candil de la calle, oscuridad de su casa”). En ese aquí y allá viví mis dos últimos años de “pre”. Años en los que quedé completamente saturada de las organizaciones estudiantiles.